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El modelo bíblico de la restauración lo tipificó Nehemías, quién cuando regresó a Jerusalén, antes de restaurar la ciudad y sus muros, se ocupó, primeramente, por restaurar el altar, el lugar de adoración a Dios. Nosotros, como cuerpo de Cristo, en este llamado de restauración, nos ocuparemos de lo mismo. El Altar de Dios, representa el culto a Él, el reconocimiento debido a su Nombre. Restaurar el Altar supone colocar a Dios, en el lugar que corresponde, lugar de adoración, lugar de señorío, restablecer Su Trono entre nosotros. “Jehová Reina” exclamó el salmista (Salmo 96:10), y así su Trono se está estableciendo y vindicado en la iglesia.

Este mensaje carece de atractivo, para la gloria del hombre, porque implica, renunciar a todo aquello que está ocupando el lugar de Dios. Bien dijo el célebre predicador del siglo XIX “Los hombres permitirán que Dios esté en todas partes, menos en su trono. Le permitirán formar mundos y hacer estrellas, dispensar favores, conceder dones, sostener la tierra y soportar los pilares de la misma, iluminar las luces del cielo, y gobernar las incesantes olas del océano; pero cuando Dios asciende a su Trono sus criaturas rechinan los dientes” (A.W.PinK ). La vanagloria humana se siente amenazada con un Dios reinando. Sin embargo, el principio básico de la restauración es establecer el Reino de Dios.

Por esta razón, fue necesario para Dios restaurar que un día en la historia, los oídos soberbios escucharían una humilde voz que proclamó: “El Reino de Dios entre vosotros está (Lucas 17:21)”. Apareció en escena un hombre, carpintero de profesión, de extracción humilde, como raíz de tierra seca, sin parecer alguno, no tenía hermosura ni atractivo, despreciado y desechado entre los hombres (Isaías 53: 2-3); de quien se dijo: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46), y que sin embargo sobre Él fue escrito: “... su reino no tendrá fin” (Lucas 1:33). Mas, ¿quién era este Jesús?, ¿por qué es grande Su Nombre? ¿Por qué El mismo dijo: “bienaventurado vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen,” añadiendo “muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron ; y oír lo que oís, y no lo oyeron (Mateo 13 216-17)? ¿Qué estaban ellos viendo y oyendo?, ¿un milagrero, un profeta más? Amados, ellos tenían frente a frente la Restauración definitiva de Dios. Esos ojos pudieron contemplar al verdadero Reino de Dios encarnado en una persona. Y estaban oyendo lo que El mismo llamó “La Palabra del Reino” (Mateo 13:19).

¡Cuán glorioso día, qué magnifica hora en la historia de toda la eternidad! Se manifestaba la restauración total de todas las cosas. Por fin, se recibía la cura total de toda decadencia fatal. ¡El Reinado y Señorío de Dios se encarnaba en una persona: Jesucristo. Este modelo divino de justicia, verdad y misericordia, cobró imagen en el Cristo, cuando dijo: “El que me ha visto a mi, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

¿Cómo fue este Rey?, ¿cómo fue su Reinado? Puesto que no fueron coronas, ni cetros lo que lo adornó, tampoco una extensa corte, ni un magnifico palacio. No fue aplaudido, ni vitoreado. No. Fue la humildad que lo exaltó, Su amor incondicional el que lo vistió de Rey. La Obediencia y la justicia lo coronaron. No conquistó con ejércitos, ni fue la espada Su defensa, sino que con cuerdas de amor aprisionó. Conquistó con Su mansedumbre, derribó la soberbia con Su compasión, e implantó Su reino con el perdón. Habló con Paz, y fue el gozo Su don para con todos los hombres. No convenció con grandes discursos, sino con las heridas en sus manos. Fue proclamado Rey de los judíos, cuando colgaba de la cruz, cumpliendo hasta la muerte toda obediencia. ¡Oh, cuán glorioso Rey! Hermoso hasta lo zumo.

Aunque la vanagloria del hombre aborrezca el reinado de Dios, un poder superior llamado misericordia está redimiendo los corazones humanos de ésta condición. Hemos visto a Jesús, la restauración de Dios, Él es no solamente uno que libra las almas de eterna condenación, sino también Aquél que está restaurando todas las cosas, por medio del asentamiento del Reino de Dios en el corazón de los hombres. El Trono de Dios, que recoge Su santidad y pureza está entronándose en los corazones humanos, por medio de la persona de Jesucristo.

Todo aquél que se acerque a Dios por medio de Jesucristo, recibe este corazón redimido, un espíritu apto para acoger Su Trono. Son las almas rescatadas que han lavado sus ropas y las han emblanquecido en la sangre del Cordero, que han gustado de la benignidad de Dios, a las cuales se les ha mostrado las prisiones y cerrojos del pecado y a quienes el Señorío de Cristo no es más que su libertad. Esa verdad los ha hecho libres, del egoísmo humano, y de la competencia carnal.

Nosotros como morada suya en el Espíritu (1 Corintios 3:16), siendo nuestros cuerpos, templos del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19), somos el lugar donde se efectúa primeramente esta restauración de Dios. No en vano la Escritura coloca al corazón como el órgano mas apetecido por Dios. A través de las páginas Sagradas apreciamos el ruego del Padre: “Dame Hijo mío tu corazón” (Proverbios 23:26), pues nada iguala en ofrenda la de un corazón humano, contrito y humillado, a los pies del Señor.

Es en el corazón del hombre donde la actitud de Aquél que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo (Filipenses 2:7), señoreará sobre las ínfulas de grandeza que esclavizan por medio de la vanagloria. Las Palabras de Aquél que dijo: “MI comida es que haga la voluntad del que me envió” (Juan 4:34), cual eco quebrantará la dureza de un corazón rebelde. El corazón movido a gobernar y a señorear, no tendrá mas escapatoria que rendirse frente a un “no he venido a ser servido, sino a servir” (Marcos 10:45). Jesús, morando en nosotros, el Espíritu Santo reinando en la vida del creyente, delineará la obra restauradora que Dios está ejecutando en estos días finales. En efecto, hay restauración, no como una pesada carga e impuesta esclavitud, sino como la más gloriosa libertad, y el estado más apetecido y delicioso que un mortal pueda degustar. Vivir en Dios, es vivir en libertad.

Es en nuestro corazón donde se inicia la restauración. Es este el lugar de partida del Espíritu Santo en su carrera de llenar la tierra del conocimiento de Dios (Isaías 11:9). La restauración de Dios se está efectuando, callada, oculta pero poderosamente, demostrando que El Reino, semejante a la semilla de mostaza, minúsculo en apariencia (Mateo 13:31) está creciendo frondosamente; El Reino como levadura, insignificante ante la vista, está leudando toda la masa (Mateo 13:33). Éste tiene un destino grandioso, productivo y eficaz, capaz de impactar a pueblos y a naciones, a potestades y a imperios.

Dios está empezando a restaurar Su iglesia pasándola del atrio de la salvación, al Santísimo de la restauración. Los creyentes no conformes con la salvación eterna, se disponen a vivir la restauración en esta tierra. Vivir no solamente con salvación, sino también con restauración. Vivir en restauración se simplifica en el hecho de vivir como vivió Jesús, de permitir que Él viva en nosotros en esta dimensión terrenal, así como lo será en la eternidad. Los tiempos de la restauración son aquí y ahora. No serán solamente en la eternidad.

La iglesia restaurada es la esposa del Cordero (Efesios 5:23), que en un amor deleitoso se han intimado hasta tal punto que ya no se distinguen, han llegado a ser uno. Es la Iglesia que susurra: “yo soy de mi Amado y conmigo tiene su contentamiento” (Cantar de los Cantares 7:10). Que le obedece porque le ama. Si, está adornada para Su marido, y la humildad es su corona y la mansedumbre su manto. Es tan gloriosa que le llaman “columna y estandarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15). Es la Iglesia el cuerpo viviente de Jesucristo mismo. Viviente porque ha recibido vida nueva, la vida del Cordero; viviente porque anda en novedad de vida. Ella es la luz del oscuro mundo, y sal de la tierra infectada. Ya el Amado no resiste más ser retenido en el cielo, porque está provocado con la hermosura de la Iglesia restaurada. Se acerca el tiempo del fin.

Queremos hacer extensivo, a la Iglesia de Jesucristo en las naciones, éste llamado a la restauración, y lo estamos proclamando como ministerio. Nuestro lloro es que Dios reine, la petición es que se entrone: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Lucas 11:2). Queremos ver a Jesús reinar en un Cuerpo que tenga su imagen y viva su amor.

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